20 noviembre 2006

El castillo de Nagoya

La razón por la que nuestra visita a Nagoya no cundió fue principalmente porque lo que creíamos que sería una visita de paso se convirtió en una experiencia única. Costó horrores abandonar el recinto amurallado. Y todo porque no sólo el castillo, sino también los alrededores ajardinados eran de ensueño.

Cierto que al ser arrasado por lo bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, el castillo de Nagoya no deja de ser una réplica de lo que fue antaño, pero con todo sigue siendo espectacular. Del interior hay poco que contar, es más bien un museo con ascensor del que únicamente vale la pena aprovechar las vistas que ofrece desde el último nivel.

La parte más provechosa de la visita fue la ascención a la torre de vigilancia, de tamaño menor pero que sí parece haber aguantado el paso de los años y las calamidades. Las escaleras de su interior eran las más empinadas que recuerdo y bajarlas con las resbaladizas chanclas niponas que nos hicieron calzar bien podría haber sido una prueba de humor amarillo, al suponer riesgo de caída inminente. El piño se habría producido de no ir todos agarrándonos al pasamanos como si nuestra vida nos fuera en ello.

Nagoya

No, no haré rimas fáciles con el nombre de tan hermosa ciudad...

Lo de hermosa es totalmente subjetivo, porque en realidad no es nada del otro mundo, pero se parece tanto a Valencia que inevitablemente tiene que gustarme. De la ciudad destaca únicamente su castillo y la torre de comunicaciones, que parece bonita en la foto pero que en realidad no es para tirar cohetes.

Al estar en la otra punta de la ciudad y no querer dejarnos más dinero en transporte, obviamos la que se dice que es la tercera visita obligatoria en la ciudad, el templo Atsuta, donde se dice duerme la espada sagrada Kusanagi, otro de los tesoros imperiales que por supuesto no íbamos a poder ver. En su lugar, fuimos de cabeza a comprar figuras y manga en el Mandarake y el Toranoana por cuatro perras.

Lo cierto es que me quedé con ganas de ver más, ya que puede que no tenga la oportunidad de volver a esta ciudad... me arrepiento de haber tirado la tarde en estas tiendas, pero el vicio puede, todos somos humanos...

Ise

Los alrededores del Naikku sí que no tienen desperdicio: el pueblo tradicional que se abre paso a su derecha parecía salido de una película de samuráis. Posiblemente este fuera antiguamente el auténtico Ise, y no el asentamiento de hormigón que le ha quitado el nombre y que se arremolina en torno a la estación de la JR.

Aquí pasó algo curioso: tenía más hambre que el perro de un ciego y en una tienda daban a probar pescadito a la plancha. Me comí uno, y me gustó tanto que cuando fui a comprar un kilo me dijeron: “No están a la venta. Vuelve y come más”. Imbécil de mí... la gente se agolpó en torno a la bandeja de degustación y acabó con los restantes antes de que me diese tiempo a estirar el brazo de nuevo. Tuvimos que cenar Ise Udón, los peores fideos que he tomado en mi vida. Menos mal que son típicos de allí y dudo que se crucen en mi camino una vez más.

Una peregrinación a Ise: Naikuu

Cuando nos aseguramos de ver hasta el último de los templetes móviles que salían del Naikuu hacia el Gekkuu, llegó por fin el momento de ir a por el que había sido nuestro objetivo inicial al venir aquí y que ya habíamos olvidado por completo: ver los interiores del segundo santuario shintoísta más importante de Japón.

Con la emoción y el susto todavía en el cuerpo ( casi fallecemos al acercarnos demasiado a uno de los templetes, que estuvo a punto de venísenos encima), cruzamos el torii gigante donde se habían llevado a cabo la ofrendas y descubrimos un lugar rodeado de naturaleza, donde realmente se puede llegar a percibir una fuerza extraterrenal. El Naikkuu es famoso porque en su interior se esconde uno de los tres tesoros imperiales, el espejo, por supuesto vetado a los ojos del público.

Pero el Naikkuu no sólo nos dejó con las ganas de ver el espejo: el kagura, concierto llevado a cabo por las maikos también nos fue negado. Esta vez sabíamos donde se celebraba y quisimos entrar sin previa reserva escudándonos en la ignorancia con la que se exime a todo extranjero de culpas y que tan buenos resultados da a veces. Sin embargo, a grito pelado y sin explicaciones se nos hizo saber que no podíamos pasar.

Esta descortesía recíproca puso fin a nuestro paseo por el interior de este santuario, más bonito que el Gekkuu pero igualmente prescindible.

Una peregrinación a Ise: ¡festival!

Subidos ya en el autobús que recorre los 4 kilómetros que separan los archiconocidos templos, me llama la atención un cartel que reza “debido al Saijou Danjiri, esta carretera permanecerá cortada hoy”. Busco ambas palabras en el diccionario de mano... en vano. “O sea, que por la gracia de vete a saber qué, daremos un rodeo precisamente hoy... Lo que faltaba para el duro”, pensé. Pero mis maldiciones cayeron en saco roto tan pronto ví uno de los enormes templetes de madera que los jóvenes del lugar cargaban a hombros con motivo de las celebraciones del festival que no aparecía en mi diccionario.

No podía dar crédito a lo que veía. El bullicio, los cánticos y los cascabeles invadían la calle principal que sale del templo y conduce al Gekkuu, atestada por gente vestida con ropajes de todos los colores y que organizaban el transporte de unos armatostes de madera que van tambaleando durante todo el camino. Estos templetes salían de todas partes y costaba creer que pudieran ser alzados por los mozos... pero esto no es más que otro de los muchos milagros que produce el alcohol. La castaña era general y prueba de ello es que unos lugareños nos dieron caza y nos dieron palique mientras nos hacían tomar fotos de todo... Igualmente nos lo hicieron pasar muy bien.

Poder presenciar un festival así, sin comerlo ni beberlo y de principio a fin, fue sin duda motivo de una alegría desconocida para mí, que precisamente había deseado este viaje para encontrarme con algo totalmente diferente a los grises tonos de caras y trajes que asoman por Tokyo.

Una peregrinación a Ise: Gekkuu

Aprovechando el viaje a Nagoya, decidimos desplazarnos a la vecina población de Ise (es un decir, porque cuesta tanto llegar hasta allí como ir en tren bala desde Tokyo a Nagoya, una hora y media). El motivo de nuestra visita no fue otro que el de profanar dos de los lugares más sagrados del shintoísmo, el Gekkuu (o santuario exterior) y el Naikkuu, santuario interior.

Iniciamos nuestro paseo por el enigmático templo llenos de expectación para encontrarnos... con nada en particular, salvo un montón de caminos cerrados y cortas rutas que conducen a santuarios menores. No todo es insípido, sin embargo: pudimos ver por primera vez a las maikos, las jóvenes sacerdotisas del shinto, que se dedicaban a la tan sagrada labor de vender amuletos en una paraeta especial. Los tiempos cambian...

Como es fiesta, un buen número de seniles visitantes hacen sonar las palmas que invocan a los dioses enfrente de los altares, mientras nosotros emprendemos decepcionados el camino que nos conduce al Naikuu, que a pesar de su nombre se encuentra paradójicamente en las afueras de la ciudad.

Problemas de espacio

No deja de resultar curiosa la manera con la que algunos japoneses solventan los, a priori, insalvables problemas de espacio que se dan cada día por todas partes.

La foto ilustra uno de los muchos métodos que se tienen en cuenta cuando se llega tarde a la universidad y no queda ni un centímetro para aparcar la bici. Los párkings subterráneos son cosa de la gran ciudad, en una universidad que está en medio del campo (para más detalles, Jousai, en el remoto pueblo de Tougane) la gente no puede andarse con florituras.

Y ya que las bicis han salido a la palestra, vale la pena comentar que es el medio de transporte más utilizado entre los que viven cerca del centro de enseñanza al que asisten. Es muy típico cruzarse todas las mañanas con grupos de estudiantes yendo a lo Verano Azul y molestando a peatones, porque van mayormente por aceras y de vez en cuando se comen a algún que otro viandante. Posiblemente una de las causas de que casi todo hijo de vecino monte en bici sean sus precios, ya que puedes conseguir una por unos míseros 50 euros en todas partes. Eso sí, no le pidas cambio de marchas.